LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE... ENFERMERA

Cuando Óscar Wilde escribió “La importancia de llamarse Ernesto”, utilizó a propósito la homofonía del nombre inglés Ernest y del adjetivo earnest, que significa “formal o serio”. En inglés, además, el verbo “to be” puede traducirse, en este caso, como “llamarse” Ernesto, y además, como “ser” formal. Por supuesto, en la obra esta homofonía está en la base del enredo que sostiene la comedia.

Después de los luctuosos hechos del 11 de marzo, en los que las enfermeras madrileñas dieron, sin duda, la talla como miembros de los equipos de rescate; acogiendo, clasificando y atendiendo a todos los heridos que llegaban a los hospitales; sosteniendo a las familias, que se desmoronaban en el Pabellón 6 de IFEMA, tras reconocer a sus seres tan trágicamente fallecidos; y siguiendo la evolución durante todos estos días de los heridos que se iban recuperando poco a poco en los hospitales y en sus domicilios; no podemos por menos que sentirnos orgullosas de ser enfermeras.

Enfermeras, sí, porque mayoritariamente este colectivo está formado por mujeres. Pero también enfermeros, porque ellos también son nuestros compañeros en la tarea diaria de promover la salud, prevenir la enfermedad, curar, cuidar y recuperar la salud de los que la han perdido. Enfermeras, sí, y no sólo profesionales de enfermería. Porque, ¿hablamos acaso de arquitectos o de profesionales de la arquitectura? ¿de abogados o de profesionales de la abogacía? ¿Por qué no “llamarnos” enfermeras, si “somos” enfermeras?

El devenir histórico en España del término con el que se ha denominado a los profesionales que proveían cuidados a la población en situación de necesidad nos ha llevado en este siglo a pasar de ser enfermeras, practicantes y matronas, a la convivencia de alguno de los términos anteriores con el de ayudantes técnicos sanitarios, hasta convertirnos nuevamente en enfermeras y enfermeros, tras nuestra entrada en la Universidad. Sin embargo, nuestra ambivalencia acerca de cuál de los términos resultaba más prestigioso ha llevado a la población al desconocimiento más absoluto acerca de la actividad que ejercemos como profesionales. ¿Quién hace qué, la enfermera o la ATS? ¿Pero los enfermeros no son los celadores?

Denise Gastaldo nos advertía ya en 2001 de esta esquizofrenia. Tradicionalmente, decía, las enfermeras se describen y son representadas por otros como un grupo profesional sin poder, al que le falta prestigio social, que está mal pagado y que experimenta una autonomía profesional muy limitada por cuenta del rol dominante de los médicos en la prestación de servicios de salud a la comunidad. Sin embargo, continuaba, las enfermeras son el mayor contingente profesional de salud en muchos países y su producción de conocimiento y sus cargos de gestión conllevan influencia política.

Para concluir su intervención en el Congreso de Celebración de los Diez Años de la Escuela Universitaria de Enfermería de la Comunidad de Madrid, Gastaldo proponía crear una práctica reflexiva sobre el papel de la enfermería en la promoción y recuperación de la salud de la población. Frente a la desigual distribución política de los recursos de salud en el planeta, Denise Gastaldo no preguntaba de manera provocadora: ¿Qué alternativas ofrecerá enfermería con sus aportaciones científicas y clínicas a esta situación? ¿Cómo cuidar en un mundo que desprestigia el cuidado como un hacer invisible? Cuidar es posicionarse frente a las necesidades y quizá, una mejor comprensión de las relaciones de poder que constituyen el saber enfermero nos permita replantear nuestra producción de conocimiento como acto político.