La discapacidad mental en la relación sanitaria: de la sustitución de la voluntad al apoyo en la adopción de decisiones libres e informadas

Vanesa Morente Parra

La relación sanitaria se ha caracterizado tradicionalmente por tener una naturaleza claramente paternalista. En el marco de esta relación vertical, el facultativo siempre asumía el rol de protector y garante de la salud de sus pacientes, como único conocedor de “lo bueno” y “lo correcto” en términos sanitarios. No obstante, esta dinámica ha cambiado hace apenas 30 años, gracias a hechos tales como la aprobación del Informe Belmont el 30 de septiembre de 1978, donde se recogen los tres principios básicos que deben regir la relación sanitaria en su más amplio sentido [1]. El principio primario de este informe, el principio de autonomía personal, recae íntegramente sobre el ámbito volitivo del paciente; el segundo de ellos, el principio de beneficencia, se dirige al personal sanitario, recordando y ampliando la máxima hipocrática del primun non nocere; y, por último, el principio de justicia, el cual presenta una clara dimensión social al exigir un reparto equitativo de las cargas y beneficios que puedan derivarse del sistema sanitario.

En la actualidad, la relación sanitaria se encuentra regida por el principio de autonomía, es decir, por la manifestación libre, expresa e inequívoca de la voluntad del propio paciente. Es por ello que todas las actuaciones sanitarias de carácter invasivo requieren la firma del documento denominado “consentimiento informado”. Antes de la formulación del consentimiento libre, consciente y expreso, el paciente ha de tener acceso a toda la información referente al ensayo clínico o tratamiento médico del que vaya a participar, para lo cual la información habrá de adaptarse a sus necesidades físicas e intelectuales [2].

No obstante, aún siguen aflorando algunos vestigios paternalistas, sobre todo si en la relación sanitaria entra el factor de la discapacidad mental.

Cuando el consentimiento informado ha de ser manifestado por una persona con una discapacidad psíquica o intelectual de cierta entidad, el ordenamiento jurídico español –al igual que buena parte de los países de nuestro entorno- aboga por la incapacitación judicial y, por consiguiente, por la sustitución de la voluntad del paciente a través de la representación legal [3]. Si bien, gracias a la aprobación de la Convención Internacional sobre derechos de las personas con discapacidad adoptada en el seno de la Organización de Naciones Unidas en 2006, aquellos Estados que hayan suscrito dicha norma jurídica habrán de orientar su legislación hacia una mayor potenciación de la autonomía individual en el marco propio de la discapacidad mental [4]. El artículo 12.3 de la mencionada Convención establece que: “Los Estados Partes adoptarán las medidas pertinentes para proporcionar acceso a las personas con discapacidad al apoyo que puedan necesitar en el ejercicio de su capacidad jurídica” [5].

Lo que en el ámbito sanitario se traduce en que los Estados Partes “exigirán a los profesionales de la salud que presten a las personas con discapacidad atención de la misma calidad que a las demás personas sobre la base de un consentimiento libre e informado, entre otras formas mediante la sensibilización respecto de los derechos humanos, la dignidad, la autonomía y las necesidades de las personas con discapacidad a través de la capacitación y la promulgación de normas éticas para la atención de la salud en los ámbitos público y privado” [6].

Esta exigencia supone un verdadero cambio paradigmático, pues la figura jurídica del apoyo al paciente con discapacidad psíquica e intelectual habrá de convertirse en la regla general, mientras que la figura de la sustitución de la voluntad habrá de ir quedando relegada al plano de la excepcionalidad.

Parece que la mayor dificultad que plantea esta nueva concepción estriba en saber cómo implementar este sistema asistencial, tanto en el ámbito de la práctica médica habitual, como en el ámbito propio de la investigación clínica.

Quizá lo más lógico sería atender al caso concreto, es decir, a la realidad particular de cada paciente, abandonando así cualquier intento de establecer protocolos de actuación unificados. Para ello, habrá de contarse con el apoyo sistemático de un facultativo que determine las posibilidades cognitivas del paciente con discapacidad mental. Después, una tercera persona, designada a poder ser por el propio paciente, ayudará a éste a comprender mejor los aspectos concretos del tratamiento, investigación o intervención quirúrgica en cuestión. En caso de que el paciente no designase a ninguna persona como asistente, podría ser el propio juez quien lo hiciese, con la finalidad de garantizar que el paciente con discapacidad mental tome su decisión de forma libre, consciente y suficientemente informada.


[1] El 12 de julio de 1974 el Congreso de los Estados Unidos de Norteamérica aprobó la National Research Act, a través de la cual se creaba la Comisión Nacional para la Protección de los Seres Humanos en la Investigación Científica, Médica y en las Ciencias de la Conducta. Dicha Comisión tenía como misión principal identificar los principios éticos fundamentales para la orientación de la relación sanitaria en todas sus manifestaciones.

[2] En el ordenamiento jurídico español, el principio de autonomía del paciente queda regulado en la Ley 41/2002 de 15 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. En el artículo 8 de esta misma ley se regula la figura del consentimiento informado.

[3] El artículo 200 del Código Civil español determina que “son causas de incapacitación las enfermedades o deficiencias persistentes de carácter físico o psíquico que impidan a la persona gobernarse por sí misma”. La incapacitación judicial dará lugar o bien a un régimen de tutela o bien de curatela. Véase artículo 215 CC.

[4] España firmó la Convención el 30 de marzo de 2007 y la ratificó el 23 de noviembre del mismo año.

[5] En el Código Civil español la “capacidad jurídica” coincide con la “personalidad jurídica”, es decir, con la titularidad de derechos, mientras que la “capacidad de obrar” atiende al ejercicio de tales derechos. La “personalidad jurídica” se adquiere con el nacimiento, mientras que la “capacidad de obrar” se obtiene con la mayoría de edad y se pierde con una incapacitación judicial. A pesar de esta diferenciación, el Ordenamiento jurídico español asume la “capacidad jurídica” formulada en la Convención como “capacidad de obrar”. Es decir, pasa de un sistema basado eminentemente en la figura de la “tutela” a un sistema de “curatela”. Véanse artículos 222 y 287 CC respectivamente.

[6] Véase artículo 25 d) de la Convención Internacional de los derechos de las personas con discapacidad.